martes, 17 de febrero de 2015

El Muro, La Puerta y La Llave

Ando. Ando, ando y ando.  Sigo andando un poco más por calles de serpentina silueta. Calles de un laberinto sin minotauro pero aun así con criaturas más temibles vestidas con traje y corbata, y más horripilante si cabe es la bestia verde que les viste y les alimenta.

Así es el lugar al que vine. Frío, solitario, gris. Sin alma en su interior ni un corazón que lata. Un lugar tan impersonal que se amolda a todo ser que en él habite. Te interioriza, te posee, fluye por tus venas, respira por ti, ve lo que tu ves, siente lo que tu sientes. Se convierte en ti y deja de ser un lugar, un punto en un mapa, un destino y pasa a ser tu. Convirtiéndose así en inmortal, pues quien se cansa de vivir aquí es porque esta cansado de la vida (Samuel Johnson), pero a la vez es un lugar tan parecido al infierno (Percy B. Shelley) que la solución al dilema sobre irse o quedarse nunca será acertada.

Y al girar en una esquina, ante mi, se alza un Muro colosal, de tacto aspero y frío al tocarlo con mi mano. Con vida propia, claramente audibles los latidos en mi oído que reposa sobre su árida piel. Escucho sus (mis) palabras. Su (mi) historia. Por qué está (estoy) aquí. Por qué ahora.
No hay recuerdo de cuando fue puesta su primera piedra, ni de quien fue erigiendo durante todo este tiempo sus cimientos hasta alcanzar el cielo. No hay memoria, o simplemente es mejor no recordar, de quien o que curtió el tacto de su piel, rubricó sus pasos recorriéndolo o intento con pico y pala atravesar sus entrañas para descubrir que hay al otro lado. Lo que si queda claro después de una semana paseándome con mis sentidos puestos en sus pensamientos, es que es mi frontera y que solo yo podré pasar al otro lado.  Lado en el que la única diferencia es que no hay Muro.

Mi mano deja de sentir el aspero y frío tacto del Muro. Una estructura de un noble metal dorado, perteneciente al mismo Muro, hace que cesen mis pensamientos y abra los ojos. Retrocedo para poder observar en su totalidad la embergadura de tal creación. Tropiezo con las almas de los perdidos obligadas a caminar por estas calles perpetuamente (William Butler Yeats), y caigo sentado al suelo.
Una entrada. Una salida. La Puerta para cruzar al otro lado. El camino fácil de atravesar el Muro. De tal tamaño que ni los hijos de Gea serian capaces de abrirla. Negras como la oscuridad, la desolación de la batalla, la tristeza de la muerte, el fracaso de la esperanza, absorbe toda luz que en ella se pudiera reflejar. Adornada en dorado con un alfabeto ilegible para quien intente leerlo en lugar de vivir la historia que narra y narrará desde el alba hasta el fin de los días. Y a la altura de los ojos un pequeño agujero por el que se cuela la claridad que habita tras ella. Una abertura por la que ver que hay más allá. Una cerradura por la que introducir la Llave que la abra sin esfuerzo, sin necesidad de escalar el Muro. Una Llave que desde el principio siempre ha estado en mi poder.

En mi pecho, colgando de un ajado cordel, una pequeña Llave, tan pequeña que decir invisible se aproximaría a la realidad, me golpea a cada paso que doy. La descuelgo de mi cuello. Con la Llave en mi mano me acerco a la Puerta del Muro. La inserto cual arma filosa en el ojo de la cerradura. Inspiro profundamente. El tiempo se detiene, las nubes se concentran sobre mi, el viento las convierte en ciclón. Exhalo pausadamente. Retiro la Llave. Dejo la Puerta cerrada. Me alejo y permito que el Muro siga rodeandome.

He decidido abandonar este sendero. Me he cansado de cercenar cabezas en vano durante tanto tiempo. Vine a luchar, no a dejarme la vida en ello. Entierro mi armadura herrumbada y mi espada mellada. Regreso al lugar de donde partí.

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