El
oscuro amanecer vuelve a despertarme, es hora de volver a ponerse la armadura, afilar la espada y
partir a la batalla.
Emprendo
camino, pocos pasos he dado cuando algo detiene mi avance. Una pequeña y frágil
mano aferra mi tobillo. “Mi
señor, piedad por favor, piedad mi señor.” Sus labios agrietados por la
desidratación, sus huesos marcados por la hambruna, sus heridas infectadas por
la podedumbre. “Piedad, mi señor.”
¿Qué
hacer?¿ Compadecerme?
Darle de beber, ofrecerle comida, curar sus heridas y
despejar su camino para que vuelva a el.
¿Apiadarme?
Clavar la punta de mi
espada en su cabeza y liberarle de su agonía.
Vuelvo
a caminar, en el primer paso su mano suelta mi tobillo. Podría haber sido
honorable y compadecerme, podría haber sido piadoso y acabar con su sufrimiento.
Pero olvidé lo que la compasión es, y no acarrearé las consecuencias que la
piedad conlleva.
Lo
triste de esto no es el destino de esa alma, ni la decisión tomada o no por mi.
Lo triste es que no es la primera vez.
Si has
venido a luchar, lucha y vive como un guerrero, y si no, muere como tal.
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